martes, noviembre 21, 2006

Por un verde más intenso

Me enviaron esto en un mail y pensé que no estaría mal transmitirlo.

Por un verde más intenso
Por Bill McKibben

En ocasiones puede parecer un profeta bíblico que se lamenta de la manera en que los errores humanos destruyen el planeta. Sin embargo, si escuchamos con atención a Bill McKibben –ensayista, ambientalista y autor del exitoso libro El fin de la naturaleza–, descubriremos un mensaje de redención que transforma nuestra noción de la palabra ambientalismo.

Este año por fin comenzamos a entender qué es lo que nos espera. Hace exactamente 12 meses, Kerry Emanuel, un profesor del Instituto Tecnológico de Massachussets, publicó en la revista Nature un artículo donde demostró que la duración y la fuerza de los huracanes habían aumentado de manera lenta, pero constante, en el transcurso de una generación. El artículo pasó inadvertido durante algunas semanas, hasta que Katrina azotó el Golfo de México y dejó medio millón de damnificados. La situación continuó repitiéndose: cuando llegó Rita, la gente, en plena huida, abarrotó las carreteras de Texas; Wilma estableció nuevas marcas de bajas barométricas en el Atlántico, y Zeta tuvo a bien aparecer en Año Nuevo. Mientras tanto, nueva información llegaba de todas partes del mundo: los hielos del mar Ártico se derritieron más allá de su punto crítico y de manera irreversible; el permafrost que se fundió en el noreste de Siberia produjo tanto metano que los lagos no se congelaron ni durante la temporada más fría del invierno boreal; la NASA calculó que el 2005 fue el año más caluroso del que se tenga registro.

En enero, tres comunicados confirmaron los temores de la gente. Primero, el científico británico James Lovelock, inventor del instrumento que nos permitió detectar el desgaste de la capa de ozono, publicó un ensayo donde señala que ya hemos liberado demasiado dióxido de carbono hacia la atmósfera, y predice que es inevitable un calentamiento global extremo e irreversible. Pronosticó que miles de millones de personas morirán en este siglo. Días después, llegó un anuncio menos dramático, pero igualmente alarmante. James Hansen, climatólogo con una larga carrera en la NASA, desafió los intentos del gobierno federal por silenciarlo y, basándose en los nuevos cálculos sobre la inestabilidad de la plataforma glacial de Groenlandia, declaró a la prensa: “no podemos permitir que la tendencia del cambio del clima se mantenga así otros 10 años”. De hacerlo, con el tiempo la acumulación de emisiones de dióxido de carbono “provocará tales cambios que darán como resultado un planeta prácticamente diferente”. Por último, a fin de mes, el propio presidente Bush, eterno devoto de la industria de los combustibles fósiles, anunció que Estados Unidos era un país “adicto al petróleo”.

Tenemos menos de 10 años para revertir el daño causado. Y no se trata de lo que les tocará vivir a nuestros hijos ni a nuestros nietos. Es lo que nos toca vivir a nosotros.

Los historiadores recordarán esta como la época como en la que dejamos de evadirnos, el momento en el que, finalmente, empezamos a comprender que el planeta que conocemos estaba en peligro... y no por una situación hipotética, como una eventual guerra nuclear, sino por el consumo del carbón, petróleo y gas, de los cuales depende la mayor parte de nuestras actividades. Esto es una novedad. El ser humano nunca antes se ha enfrentado a algo que amenace a toda la sociedad moderna. Que salgamos airosos o no depende, creo, de lo que suceda con la doctrina que llamamos ambientalismo.

El ambientalismo es esencialmente un invento estadounidense, una de las concepciones más poderosas que ese país ha ofrecido al planeta, que surgió ahí por una razón muy sencilla: los estadounidenses adquirieron conciencia absoluta de las consecuencias de sus acciones cuando aún se encontraban en el proceso de dominar los bosques y las praderas del país. En gran parte de Asia y Europa, los cambios ambientales ocasionados por el hombre ocurrieron hace tiempo, pero en Estados Unidos, los primeros ambientalistas los observaron de primera mano: Henry David Thoreau podía ver la frontera entre el hombre y la naturaleza en sus caminatas diarias; George Perkins Mash fue testigo de lo que ocurrió con los ríos cuando los bosques de Nueva Inglaterra fueron talados. Mas ninguno de ellos –ni los miles de hombres y mujeres que creían fervientemente en la protección del medio ambiente– pudo frenar la locomotora económica que recorrió el continente.

La mayoría no pensaba que esto fuera su responsabilidad. Los ambientalistas crearon pequeños enclaves verdes y parques nacionales para que el remolino del crecimiento económico pasara junto a ellos; lucharon para combatir los efectos más tóxicos de la modernidad; se aseguraron de que se prohibieran ciertas sustancias químicas y de que se aprobara la Ley de Aire Limpio. Este activismo ha tenido extraordinario éxito. A pesar de que la economía estadounidense ha crecido, el esmog ha disminuido. Los estadounidenses pueden nadar de nuevo en la mayoría de sus ríos. Otros países también han promulgado sus propias leyes de aire limpio, y establecido sus propios parques nacionales.

Sin embargo, cuando llegó la hora de enfrentarse al calentamiento global, el activismo fracasó estrepitosamente. A pesar de 20 años de cada vez más graves advertencias, las emisiones de carbono siguen en aumento en Estados Unidos. El país ni siquiera está dispuesto a participar en el Protocolo de Kyoto, el único programa internacional para controlar de alguna manera las emisiones de este tipo. Algunas naciones de Europa occidental han avanzado más en este sentido, pero aun ellas tienen dificultades para lograr la reducción que se han propuesto alcanzar. Además, el mundo en desarrollo comienza a inundar la atmósfera de dióxido de carbono en proporciones similares a la estadounidense. Entre 1990 y 2004, las emisiones de carbono de China, casi todas producto del carbón, se incrementaron 67%. Es ahora cuando comenzamos a percatarnos de que este fracaso era casi inevitable. El método de los ambientalistas para controlar el calentamiento mundial ha fallado.

El antiguo paradigma funciona de manera simple. Juzgamos casi cualquier propuesta a partir de la siguiente pregunta: “¿Esto hará que la economía crezca?” Si la respuesta es afirmativa, la aceptamos, ya se trate de la globalización, la agricultura a gran escala o la explosión suburbana. En este paradigma, la tarea del ambientalismo es combatir las peores consecuencias, y el crecimiento económico continuo facilita esta tarea. Si uno es rico, se puede costear fácilmente un convertidor catalítico para el escape del automóvil, el cual limpia el cielo de las ciudades como por arte de magia.

Sin embargo, resulta que el crecimiento económico continuo se basa en el uso de combustibles fósiles de bajo costo. El carbón, el petróleo y el gas natural eran, y son, milagrosos: compactos, fáciles de transportar, con alto contenido de unidades térmicas británicas (BTU, por sus siglas en inglés) y baratos. Si se hace un hoyo en el suelo y se mete un tubo en el lugar correcto, se obtiene toda la energía que se pueda necesitar. Como lo demuestra China a diario, la manera más económica de impulsar el desarrollo es quemar más combustibles fósiles.

Los mismos combustibles que nos han hecho crecer son los que ahora amenazan nuestra civilización. Si se quema un litro de gasolina, se libera a la atmósfera más de medio kilogramo de carbono. Lo anterior significa que necesitamos ideas nuevas. En vez de preguntar si esto hará que la economía crezca, mejor preguntemos si liberará más carbono hacia la atmósfera. Algunos de los cambios podrían ser tecnológicos. Si las emisiones de carbono tuvieran un costo, estaríamos construyendo más y mejores generadores eólicos. Todos los focos serían fluorescentes compactos y todos los automóviles, híbridos. Las plantas de carbón nuevas pagarían el precio de separar el carbono de sus desechos y confinarlo bajo tierra. Todo esto sería útil, pero, aún así, insuficiente para evitar que el pronóstico con plazo de 10 años de Hansen se haga realidad. Dada la magnitud actual de la alteración al clima, hay que reducir 70% de las emisiones mundiales de carbono para poder estabilizarlo.

Para que esto suceda, necesitamos cambiar desde hoy y concebir nuestros hábitos y normas de vida de manera diferente. Tenemos que modificar nuestras necesidades y las cosas que deseamos, no a partir de un sentido de idealismo o ascetismo, sino desde un sentido pragmático. Por ejemplo, los estadounidenses importan comida de sitios muy lejanos. Como siempre es verano en alguna parte, se han acostumbrado a un sistema alimentario que les proporciona frutas y verduras frescas los 365 días del año, cuyo costo energético es descomunal: cultivar y transportar una sola caloría de lechuga desde California hasta la costa este de Estados Unidos requiere 36 calorías de energía. ¿Qué se necesita para que vuelvan a consumir productos de la zona, y acepten lo que ofrecen las estaciones del año y los agricultores locales?

Pensemos también en las casas que los estadounidenses construyen ahora. Son de más del doble del tamaño que tenían en 1950, pese a que el número promedio de integrantes del hogar sigue disminuyendo. Es más difícil calentar o enfriar lugares tan grandes, incluso con calentadores o aires acondicionados modernos. Además, como estas casas sólo pueden construirse en enormes terrenos suburbanos, sus ocupantes dependen por completo del automóvil.

¿Qué se necesita para que los estadounidenses vuelvan a pensar en casas más pequeñas, más cercanas al centro de la ciudad, donde puedan utilizar el autobús o la bicicleta para su transporte diario? Se necesita un movimiento que tome en serio las aspiraciones de la gente a una vida prolongada, con buena calidad y seguridad. Un movimiento que asuma esos deseos más en serio de lo que lo ha hecho la economía de consumo. Se requiere una cultura ambiental que haga críticas más profundas.

¿Cuán profundas? He aquí algunos datos tan interesantes como el incremento agudo de la temperatura del planeta... y casi igual de deprimentes. Desde los años que siguieron a la segunda guerra mundial, el porcentaje de estadounidenses que considera tener una vida “muy feliz” se ha mantenido estable, aunque sus condiciones materiales casi se hayan triplicado en el mismo período. Tener más cosas no nos hace más felices, pero no podemos romper un círculo vicioso que como único objetivo real sólo nos ofrece más cosas.

Durante mucho tiempo, la teoría económica convencional nos ha convencido de que somos entes con deseos insaciables, lo cual podría ser cierto; pero al parecer, nuestro mayor anhelo es tener más contacto con otras personas. Los estadounidenses han construido la sociedad más individualista del mundo: según algunas encuestas, la mayoría no conoce a sus vecinos, situación que le resultaría completamente ajena a un primate. Esto ha contribuido al enorme éxito de la economía: el éxito o fracaso depende de los esfuerzos propios. Sin embargo, también ha contribuido al creciente sentimiento de insatisfacción, y a esa nube de dióxido de carbono. Si hay que ir en automóvil a todas partes, resulta difícil reducir las emisiones. Mas si nuestra idea del paraíso sigue siendo una casa de 370 metros cuadrados, lejos del mundanal ruido, resulta complicado concebir un cambio rápido.

Pero hay esperanza de un posible futuro alternativo.

Hablemos de nuevo de los alimentos. El invierno pasado me propuse sobrevivir a los meses más fríos en el valle del norte de Estados Unidos sólo con la comida que produce el condado donde vivo. Y no solamente sobreviví, sino que la pasé estupendamente. Había abundancia de papas, cebollas, betabeles, carne, sidra, cerveza, trigo, huevos y suficientes tomates enlatados como para poder arreglármelas. Estoy seguro de que ahorré muchísima energía. Compré mi comida en el mercado de productos agrícolas en vez de ir al supermercado más cercano. Me llevó más tiempo, por supuesto, pero puedo contar por docenas los amigos que hice: esta fue la mayor ganancia de todo el experimento.

No soy el único que piensa así. En Estados Unidos, la cantidad de mercados de productos agrícolas se ha duplicado durante el último decenio. Las ventas aumentan al menos 10% cada año: es uno de los segmentos de mayor expansión en el sector alimentario. En un sábado en Madison, Wisconsin, se llegan a reunir 18.000 personas que compran productos en las calles aledañas al palacio municipal. En Burlington, la ciudad más grande de Vermont, alrededor de 7% de los alimentos frescos que consumen los habitantes se cultiva en sólo 40 hectáreas de terrenos agrícolas comunales, cercanos al antiguo basurero de la ciudad. Algunos tienen clientes yuppies. Otros, de bajos recursos. Todos unen a la gente.

Usted también puede reorganizar de esta manera muchos aspectos de su vida diaria: el transporte, la vivienda o, incluso, la electricidad. Imagine un generador eólico al fondo de su calle, que produzca energía para las 10 casas vecinas. Usted generaría menos carbono y más amistades.

Cualquier tipo de activismo ambiental resulta algo difícil. Sin embargo, un ambientalismo cordial, que nos inspire a descubrir lo que en realidad queremos de la vida, ofrece grandes posibilidades. De ellas, quizá la más importante sea un nuevo vínculo con las comunidades religiosas de Estados Unidos. Aunque muchas veces no cumplen con sus ideales, las iglesias, las sinagogas y las mezquitas figuran entre las pocas instituciones que ofrecen a la vida humana alicientes distintos al consumo. Nos dicen que no se trata sólo del lema que Bill Clinton eligió para su campaña: “es la economía, idiota.” El apoyo político de estas instituciones es vital para llevar a cabo los cambios legislativos necesarios. Lo importante es la capacidad que tienen los líderes religiosos de todos los credos para concebir al individuo como parte de algo que lo sobrepasa. Asimismo, su compromiso con los más necesitados; si no podemos ayudarlos a encontrar otra manera de recuperar su dignidad que no sea el individualismo exacerbado, nunca ganaremos la guerra contra el calentamiento global. Los ambientalistas deben aprender urgentemente a promover la convivencia.

El ambientalismo no está condenado. Lo necesitamos más que nunca. Pero debe convertirse en una nueva cultura, no en un nuevo tipo de filtro. Debe centrar su atención tanto en los religiosos y en los sociólogos como en los científicos, preocuparse por igual de las zanahorias en los mercados de productos agrícolas como de los caribúes de la tundra ártica. No necesitamos un retoque del mundo que ya habitamos, sino que debemos comenzar a producir cambios que, por su envergadura, correspondan a los problemas que enfrentamos.

Tanto el miedo a lo que pase si no cambiamos, como las expectativas de lo que vendrá si lo hacemos, abren nuevos horizontes para un replanteamiento más profundo de lo que cualquier pensador estadounidense, desde Thoreau, haya imaginado. Sin embargo, 10 años es muy poco tiempo; lo mejor es empezar de una vez.

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